viernes, 8 de junio de 2007

Lenguaje II


La concepción tradicional del lenguaje, en la que solemos movernos de forma cotidiana, y que ha sido la dominante hasta bien entrado el siglo XIX, es la del lenguaje como etiquetas que se ponen a las cosas. Estas cosas existirían de por sí fuera de nosotros, independientes y subsistentes. La exposición bíblica lo deja muy claro. Dios crea el mundo y todas las cosas, al final crea al ser humano y le encarga que dé nombre a todas las cosas. El Génesis sólo habla de que se le puso nombre a los animales y ganados que tenía Adán a su disposición, lo cual ya nos da una idea de la función utilitaria del lenguaje (y no tanto epistemológica). La Biblia complica un poco las cosas al relatar la confusión de lenguas que Dios introdujo en la ciudad de Babel, destruyendo una supuesta unidad idiomática, condenando a la humanidad a no entenderse. La idea que hay tras esto es la de un idioma primigenio y originario, que designaría las cosas de un modo más puro, captando su esencia. El surgimiento de la variedad idiomática introduciría al ser humano un escalónn por debajo de ese contacto más originario con las cosas. A partir de Babel, el lenguaje ya no es sólo una etiqueta perfecta puesta sobre las cosas, sino que puede variar y es más o menos arbitraria, lo cual lo aleja de los entes a los que supuestamente se refiere.

La idea de la unidad lingüística tuvo un punto cumbre en la antigüedad clásica, en Grecia y Roma. Grecia, a pesar de estar formada por diversas ciudades-estado, hablaba un mismo idioma, y ello les hacía pensar como miembros de una comunidad que trascendía a sus estados. Su conciencia lingüística era tal, que el criterio que los distinguía de los extranjeros era el idioma (el término bárbaro, que es como designaban a los extranjeros, tiene su origen en el habla de esos pueblos externos, que para los antiguos griegos sonaba como un balbuceo). Roma no fue distinta, y extendió el Latín por todo el imperio como medio de comunicación. Por tanto, en un mundo más reducido y volcado a la realidad interior de cada unidad política, apenas se conocían unos pocos idiomas. La cosa empezó a cambiar en la Edad Media, con el surgimiento a partir del Latín de las lenguas románicas, aunque se seguía manteniendo el Latín como lengua de cultura e internacional, no siendo hasta la Modernidad cuando la variedad lingüística se extendió y profundizó. Aquí se podría haber empezado a reflexionar sobre la naturaleza de las lenguas, pero se seguía muy anclado en el paradigma de las cosas fuera de nosotros, de las esencias y del conocimiento como captación de esas esencias. Descartes y todo el racionalismo se mueven en ello y lo radicalizan, al proponer un sujeto enfrentado a los objetos.

Kant inicia el cambio, cerrando las puertas a la pura realidad externa, y abriendo el camino a una progresiva subjetivización de la realidad. No fue hasta finales del XIX y principios del XX cuando el lenguaje empieza a ser cuestionado en serio, merced a la multitud de descubrimientos y reflexiones que estaban poniendo en tela de juicio todo lo que hasta el momento se tenía por cierte e inamovible. Fenomenología, psicoanálisis, relatividad, vanguardias..., todo contribuyó al cuestionamiento del sujeto y de la realidad. Y claro, el lenguaje iba en el lote. Es el momento del giro lingüístico de la filosofía, cuando el centro de interés vira hacia el lenguaje, los problemas de la siginificación y la traducción, o el origen del lenguje.

Pero no nos desviemos. Quería hablar sobre la concepción clásica del lenguaje, esa que manejamos todos los días, basada en toda una constelación de entes en medio de la cual nos movemos y a los que damos nombres, creyendo que así los captamos en su totalidad, como si les hubiéramos puesto una etiqueta que los hace reconocibles en medio del caos que es el mundo. La cuestión está en si las cosas estaban ahí ya desde siempre o si es el propio lenguaje el que las creó. Me explico. Antes de tener denominación, sólo tenemos un conjunto de percepciones que, por la variabilidad del ser humano y de las cosas mismas, nunca son exactamente iguales. Antes del nombre tenemos caos. Pero merced a las palabras agrupamos percepciones similares en conceptos y así fijamos la realidad, organizamos el caos previo. Un ejemplo a lo mejor lo aclara un poco. En el mundo hay muchos perros, y ninguno es igual, pero a todos los llamamos perro, en virtud de ciertas semejanzas (que, a un Platón le harían pensar en la Idea del perro, contribuyendo a la concepción tradicional). Nietzsche diría que ante la percepción perro, tenemos una sensación perro que expresamos con la palabra perro. El concepto vendría después. Pero no temporalmente, puesto que estos procesos se dan más bien de forma simultánea. En cualquier caso, esto valdría para el caso de Adán, que fue el que tuvo que ponerle nombres a las cosas, puesto a los demás nos han enseñado a llamar las cosas por su nombre desde bien pequeños. Pero esta visión nos pone sobre la pista de los modos de existencia, sobre las formas de vida y de experimentar la realidad. Así, cada pueblo representaría una forma de vida, y en virtud de ella ha formado su expresión lingüística. De este modo quedaría medianamente explicado el tema de la diversidad lingüística.

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