viernes, 3 de diciembre de 2010

La sala de velas del Crist de la Sang

Uno de los rescuerdos más vívidos de mi infancia son las visitas al Cristo de la Sangre en Palma (más conocido como La Sang). Se trata de una de las figuras más veneradas de la isla, milagrosamente encontrada en el mar, como tantas otras. Situada en el centro de la ciudad, en el barrio donde nació y se crío parte de mi familia, era habitual que nos aceráramos con mi abuela a ponerle alguna vela. En la plaza en la que está la iglesia todavía hay algunas cererías, en las que se compraban los cirios que se dejaban en la imagen. Como niño que era, disfrutaba de ser yo el que llevaba esos cirios hasta el Cristo, eso sí, jugando a espadachín por el camino y haciendo que el calor de mis manos los doblara.

El camino hasta el Cristo tenía algo de iniciático: primero había que pasar bajo un arco por el que también se entraba al Hospital General, con su olor característico, con lo que nuca sabías si ibas a la iglesia o te estaban engañando para llevarte al médico y hacerte alguna perrería. Traspasado el umbral, hay un pequeño patio en el que se alzan varios naranjos. Allí se pasaba del olor de hospital a un intensísimo aroma a naranja o a azahar (según la época del año). Luego ya venía la entrada de la iglesia propiamente dicha. En ella, en un lateral al que se llegaba tras subir unas escaleras, estaba la venerada imagen: un Cristo tosco, con melena natural que le llegaba a la cintura, sucio, y supuestamente milagroso. Todos los miércoles santos llo bajan al altar mayor de su iglesia, y miles de personas van a visitarlo. Luego, el Jueves Santo, es el protagonista de la procesión, a la que da nombre popular y cierra. 
Pero sin duda lo que más grabado tengo en la memoria es la sala de velas que había tras el Cristo. Era una amplia sala repleta de cientos de velas ardiendo. La puerta de entrada era una vitrina ennegrecida por el humo de dentro, caliente al tacto, iluminada sólo con el amarillento y mortecino fragor de los cirios. Debido al calor, los cirios se doblaban y adquirían formas extrañas, caían sobre los otros. Daba miedo y respeto, tenía ese aire siniestro que tan bien sabe alcanzar lo místico y sagrado. Confieso que mientras mi familiares se dedicaban a su plegarias, yo no podía dejar de mirar allí dentro, entre curioso y asustado. 
Tendría que pasarme, por ver si todo sigue igual. Aunque temo que no, porque el que ya no es igual soy yo.

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